Luisa Toledo

Sandra Miguez, autora de «Líbranos del mal», sobre una monja condenada por privación ilegítima de la libertad

El 25 de agosto de 2016, dos monjas, Silvia Albarenque y Roxana Peña, denunciaron a las autoridades del Convento de Carmelitas Descalzas de Nogoyá, Entre Ríos (Argentina). La priora del lugar, Luisa Ester Toledo, fue llevada a juicio y declarada culpable de privación ilegítima de la libertad doblemente calificada por el uso de violencia y amenazas. Fue la primera vez que se condenó a una autoridad de un convento en el país. La periodista y escritora Sandra Miguez escribió el libro Líbranos del Mal (Editorial Azogue Libros), una investigación y ensayo sobre el caso en el que recorre la historia de la Iglesia católica, el rol de las mujeres en la institución, la creación de la orden de Las Carmelitas y el anquilosamiento y persistencia de hábitos propios del medioevo, desde una perspectiva de género.

Silvia Albarenque estuvo siete años expresando que se quería ir del convento, pero la priora le negó esta posibilidad con distintas maniobras de las que participó también el arzobispo de la zona. Finalmente logró que su familia la sacara por una consulta médica. Roxana Peña estuvo cuatro años pidiendo salir, hasta que no pudo más y en una escena que no tiene nada que envidiarle a cualquier película de terror, logró escaparse del convento, la única forma que encontró de librarse de las garras de una mujer que la torturaba física y psicológicamente.

Las dos querían irse del convento, no porque hubieran perdido la fe sino por las humillaciones y violencias que la superiora les causaba: desde días completos de ayuno y encierro en una celda hasta perder la conciencia de los días; el uso de un elemento en la boca que les impedía hablar durante horas y hasta días; lamer el piso; castigarse con látigos y cilicios (cadenillas de hierro con puntas); y un sistema de control que les hizo cortar todo vínculo con el exterior del convento, incluso con sus propios familiares.

En la presentación del libro en la librería Caras y Caretas participaron el escritor Mauricio Koch, la filósofa Diana Maffía y la periodista Paula Bistagnino, quien lleva años investigando al Opus Dei. Bistagnino puso el acento en señalar que no es cuestión de apuntar contra la priora, sino que hay que analizar la “matriz de perversión” que atraviesa la Iglesia Católica para encubrir los abusos de poder. En la misma línea, Maffía se mostró preocupada por el peligro que representa que quien hoy ocupa el lugar de priora, una monja que ya estaba en el convento cuando sucedieron estos hechos, dijo en el juicio que para ella la celda es un paraíso. Maffía planteó además que una institución puede tener reglas internas pero hasta cierto límite: “no se pueden violar los derechos humanos”.

Líbranos del Mal es el segundo libro de Sandra Miguez, luego de Crímenes Menores. Género y Poder Judicial, la trama de una disputa, sobre el proceso judicial tras el femicidio de Micaela García.

 

–¿Por qué volver sobre esta historia que tuvo difusión mediática?

–La pregunta que me orientó a iniciar este proceso fue cómo en este siglo era posible que se continuaran aplicando métodos de tortura, aún cuando la Iglesia no acepta más estas prácticas, quién controla lo que pasa dentro de estas organizaciones religiosas, cómo fue posible sostener el muro de silencio, por qué las autoridades hicieron caso omiso a las denuncias y reclamos que les hacían llegar. Allí había un lugar y un rol asignado a las mujeres, en los cuáles se puede entrever la subestimación a la voz de las mujeres, la falta de consideración a sus opiniones, una voz que no es tomada en cuenta, que no es escuchada, aún cuando lo que denunciaban eran delitos contra la integridad humana.

 

–¿Qué fue lo que te resultó más aberrante del caso?

–El empecinamiento y el hecho de que esto se constituyó en una práctica constante. No importaba lo que hicieran o lo que opinaran, era algo sistemático. Pensemos que estuvieron siete años y cuatro años, respectivamente, pidiendo la exclaustración, solicitando salir del convento, algo que se les negó siempre. Ni siquiera se les daba acceso a un papel o un lápiz para que pudieran formalizar los pedidos, y cuando lograban redactar una nota, éstas nunca salían del convento. Lo más aberrante es que con estas prácticas de hostigamiento, Luisa Ester Toledo degradaba a sus víctimas, sin que pudieran tener ninguna salida, ya que el convento es de clausura, un régimen férreamente cerrado. Incluso en las visitas familiares se les imponía una distancia mantenida por una reja y además una mesa para que ni siquiera pudieran tener contacto con las manos y una «monja escucha” controlaba que “solo se hablara de Dios”, como decía un cartel colocado en ese lugar. Esa degradación era moral, psicológica y física, es decir en todos los planos por lo cual el tormento que vivieron tanto las monjas que se animaron a oficializar las denuncias, como aquellas que dieron testimonio en el juicio, era una constante.

–La priora justificaba los tormentos en las prácticas de autocastigos que son parte de las normas de la congregación. ¿Cuál es la línea que separa el tipo de prácticas?

–La instigación a la autoflagelación y el control que ejercía la superiora para que efectivamente las monjas se estuvieran aplicando castigos corporales, es algo que no está permitido por la Iglesia. No obstante los reglamentos de la Congregación siguen las indicaciones de Santa Teresa y guardan una larga tradición, incluso antes de Cristo; sus orígenes se remontan al profeta Elías en el Monte Karmel. Una de esas pautas indica “purificarse de todo rastro de maldad” y esa “purificación” se aplica en la oración, en el ayuno, pero fundamentalmente en el control cuerpo como lugar en el cual, a través del martirio o los castigos corporales, se llega a un estado de gracia. Hay un concepto sobre el cuerpo como territorio de poder.

–Este caso da cuenta de la complicidad de la institución eclesiástica, algo que no es nuevo. ¿Cómo analizás el hecho de que fuera una mujer la que infringía torturas a otras mujeres?

–En este caso, Luisa Ester Toledo fue quien reprodujo prácticas esclavizantes de maltrato y sometimiento a las otras monjas, que eran sus subalternas. Fue la artífice de un sistema de opresión y torturas medievales en un esquema que le permitió abusar de ese lugar de poder y replicarlo con absoluto apoyo de la estructura eclesiástica que hizo caso omiso a lo que llegaron a saber, bajo la excusa de que no tenían injerencia, que eso debía resolverlo el Papa, que es el responsable directo de la Congregación, incluso cuando se estaban cometiendo delitos aberrantes. El silencio fue otro factor que se impuso como forma de control y castigo para evitar que estas denuncias salieran a la luz.

–Fue la primera vez que se condenó a una autoridad de un convento en el país…

–Que la justicia ordinaria haya llegado a una condena es un mensaje para toda la sociedad. Los fallos nos indican qué es aceptado y qué no, dentro de la ley. Y es muy importante para instituciones que tienen sus propios códigos que comprendan que no puedan apartarse de cuestiones elementales como el respeto por la dignidad humana. Sobre todo en organizaciones que se supone que buscan un acercamiento a valores y a Dios, donde se denuncian delitos que van exactamente en sentido contrario a lo que pregonan. Por eso, es muy importante llegar a una instancia de juicio y condena, tanto en este caso como en el Julio Grassi que marcó un punto de inflexión, así como en casos de relevancia internacional, casos de abusos y de apropiación de bebés, algo que sin lugar a dudas no cuenta con aceptación social. En este caso los abogados defensores de Luisa Ester Toledo intentaron que el caso fuera dirimido dentro del derecho canónico, un procedimiento al cual no tenemos acceso las “personas de a pie”. Fue la fundamentación del fiscal lo que permitió, desde una perspectiva de derechos humanos, que el caso se resolviera en los tribunales ordinarios.

–Retomo una pregunta que te hacés al final: ¿cómo se previenen estas formas particulares de violencia?

–Una forma es que las instituciones religiosas tengan algún control, sean supervisadas por algún ámbito del Estado, además de lo que la propia organización pueda establecer como forma de supervisión. Son ámbitos privados, de intimidad, de recogimiento, en donde se termina vulnerando la autonomía y la integridad de las personas. Poder hablar de violencia religiosa permitiría analizar estas situaciones de forma particular, entender la trama que se da en este complejo vínculo personal, espiritual, íntimo, pero en donde se perpetran el abuso de poder y crímenes como los que denunciamos.

F/Pagina12
F/Imagen Web

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